jueves, 10 de marzo de 2011

Buscar el papel y el sitio.

La premura de hacerse de una hoja en donde escribir, porque hemos olvidado la libreta en casa, puede y debe desencadenar una serie de acontecimientos dignos de ser escritos.

Todo comienza por una idea que nace de una imagen, un grito o el llanto de una niña: supóngase que se está en media calle, un día cualquiera que se ha salido a respirar el aire viciado de afuera para variar la costumbre del aire viciado de adentro, y entonces ocurre que se ve una mujer, guapa, abofeteando a un tipo que pone cara de imbécil. Su novio, se deduce, por el inconfundible gesto de animal arrepentido que se le dibuja en la cara.

Y es así como se presenta la ocasión perfecta para escribir sobre el amor, o sobre las relaciones de pareja, o sobre los celos y su dinámica con la infidelidad, o sobre las parejas en las relaciones de amor, o sencillamente sobre el talante imbécil de un novio infiel.

Ante esto se ha de apresurar en la búsqueda inmediata y precisa de una cafetería (o restaurante) que cumpla con el requisito de tener área de fumado. Se ha de repasar y elegir entre la lista mental de opciones, o en última instancia, redoblar el paso y entrar en el primer lugar disponible antes de que nuestras ideas se dispersen.

Una vez en el sitio, pídase torpemente una taza de café, negro sobra decir, enciéndase un cigarrillo arrugando levemente el ceño y, al fin, hágase de una servilleta.

Si se presenta la inquietante circunstancia de no tener a mano una servilleta, rebusque en los bolsillos facturas. En cualquier caso, siempre es mejor la factura, el volante inútil que le dio un púber muchacho minutos atrás, que la delicada servilleta.

Ahora si, se dará rienda suelta a la creatividad literaria pudiendo usar figuras como bofetada precisa, gesto retórico o la premura de hacerse de una hoja.

martes, 1 de marzo de 2011

Instantes felices.

Leo un libro, esperando mi turno de ser el hábil técnico que quiero ser. A lo largo de la obra hay dos largos momentos en que mi ingenio visual no tiene que intervenir en la historia. Por eso leo. Porque la obra ya me la sé.

Y entonces algo como un soplo, como un pequeño roce sobre los bellos de mi nuca, me hace detenerme y ver a mi alrededor. Volteo mi cabeza a mi izquierda y observo a Ramiro seguir el texto con la mano atenta en el reproductor de audio. Miro a la derecha, lentamente, y Fran descansa apoyado en el respaldar del asiento; su rostro lo baña la luz azul de una lamparita, y esa luz baña también la consola de luces.

Sólo se escucha el ronroneo que escupe el ventilador del proyector de video delante de mi y la tensión vibrante de la corriente eléctrica que se desprende de los tachos y que sólo obedece a los movimientos de Fran. Alzo más la vista, y sólo se escucha el peculiar silencio de un teatro en el transcurso de una función: un asiento rechinar, un estornudo apagado, los actores... Abajo, sobre el escenario, los actores juegan a ser quienes no son, como es natural.

Y yo ahí, joven y vivo, desde la cabina suspendida sobre las cabezas del público, me doy cuenta que estar ahí me hace feliz.

La felicidad es cosa ambigua. Pero hay pequeños momentos de lucidez, más bien como ráfagas de energía, que te hacen recordar que la felicidad es algo que puede existir, a pesar de ser una señora que pasa a saludar muy de vez en cuando.