lunes, 15 de septiembre de 2014

Su nombre no es María.

Tal vez no la primera pero sí la primera, la más significativa. María, mujer, tomada por el dios/hombre, violentada por su vientre, despojada de la propiedad y soberanía de su cuerpo. Arrebatada de su voluntad, silenciada su voz, martirizado su futuro, designado su destino para siempre, el para siempre que dure esto que es y que le llamamos existencia, por los siglos de los siglos, aunque todo se resuma en una mota de polvo de la existencia misma, una más grande, inmensa, de la cual somos parte en la más completa ignorancia del sentido de las cosas.

Pero dentro de nuestro sentido, mínimo y diminuto que es ya suficiente, María fue robada de sí misma y con ella muchas más que vendrán después, cientos de miles, arrebatado su cuerpo, el único medio de transporte para atravesar esta vida que es lo único que tenemos. Cientos de miles en cientos de miles de lugares. Y muchas se llamarán María. María-madre. María-esposa. María-hija. Y a muchas les remarcarán la propiedad con segundos nombres: Dolores, Auxiliadora, Magdalena, Trinidad, de los Ángeles, Esperanza, de Dios.

Y ella, frente a mí, me dice que su nombre no es María, que no lo acepta, que no puede aceptar llamarse así. Ella, decididamente frente a mí, lo reniega con la misma vehemencia que tiene la lluvia al caer. Y yo la miro, la escucho, casi sin moverme, porque su discurso repica dentro mío, me mueve cosas que sólo se mueven cuando suena el tono de las verdades. A partir de ahora y para siempre ha conseguido mi más absoluta atención. Para mí también ha dejado de llamarse María. Sólo existe lo que es nombrado. Da un sorbo para mojar su voz de terciopelo y aprovecho el instante para ver sus labios besar la botella.

(Tal vez no me estás diciendo nada de esto, tal vez no te entiendo realmente, pero es lo que me evocás, es lo que torpemente comprendo sin perder la cordura de escucharte. Cada palabra que vas diciendo se me revuelve con otras que tengo en la cabeza. Todo yo, todo lo que soy, se dirige hacia vos y por un rato me hacés creer que es posible que existan los linajes de luz.)

Reivindica su arte. En él se alborotan tres generaciones que ama. Tres diferentes mujeres que convergen en el mismo punto de existencia, que convergen en ella. Y en realidad estas generaciones son todas las generaciones, porque ella es el sentido correcto de ser bendita entre todas las mujeres. Ser mujer. Internamente confieso no saber lo que es eso, no poder entenderlo cabalmente. Pero lo siento cuando ella lo dice, lo comprendo y lo vivo a través de las palabras que me está diciendo, de frente, que avanzan una detrás de la otra como la bruma, con el mismo aliento que exhalan las montañas al amanecer.

Ella me hace ver que se ha apropiado de sí misma. Que es única, que posee el control de su vida. Ella es una amenaza para muchos y lo sabe. Se ha reivindicado, ha reivindicado el ser mujer apropiándose de su cuerpo. Habla de él, de su simbolismo, del uso metafórico y literal de su desnudez. De su cuerpo. Porque su cuerpo puede ser cuando está sin ataduras, sin ropas y sin miradas que juzgan. Al poseerse a sí misma ha levantado la bandera de cientos que les arrebataron ese derecho. Hace una pausa para volver a beber, y es probable que yo no esté disimulando la admiración que siento y que se me quiere salir por la garganta.

(Ojalá tuviera la energía que hay en vos para romper cadenas.)

Termina de hablar, ha dicho cuanto tiene que decir por ahora. Yo guardo silencio. Todo este tiempo la he mirado más allá de esta mesa que compartimos, de esta mesa que la separa y la acerca a la vez. Ahora miro sus ojos. Dos girasoles gigantes, que miran más allá del sol. Cómo desearía regar esos girasoles cualquier mañana de verano, cualquier noche de relámpago. Cómo quisiera llenarlos de color y darles excusas suficientes para que de ellos brote abundante el fuego de la vida, un fuego que le sirva para incendiar todos los caminos por los que decida caminar.

Vuelvo a la mesa, vuelvo a esta noche que aún es joven. Aterrizo las ideas. No puedo resumir todo lo que de ella he aprendido. Doy un sorbo de mi vaso. Sonrío. "Te admiro y te respeto", es todo cuanto digo y con ello pretendo decir todo lo que no podré decir hasta pasado el tiempo necesario para saber cuáles son las palabras correctas.

jueves, 14 de agosto de 2014

Memorias Andantes.

Llegar y lanzarse al vacío de lo incierto. Esto representa el montaje Memorias Andantes para las improvisadoras de Akelarre Impro. Se trata de su primer montaje, una puesta que se ha ido gestando desde el 2012, año de fundación de la agrupación, y que después de muchísimas horas de planteamiento, propuestas y entrenamientos ha visto la luz en el Teatro Impromptu Giratablas (San José, Costa Rica) el pasado viernes 8 de agosto.

En Memorias Andantes tres mujeres tienen un encuentro fortuito en una estación de tren. Entre prisas, vaivén y ruido, el re-conocimiento mutuo entre ellas será inevitable y se dará a través de memorias comunes, desconocidas, propias o ajenas, todo cuento sea necesario para responder a la pregunta que anda rebotando en el escenario y que nunca se formula con palabras: ¿son improvisables las memorias? "El espectáculo cuenta con una estética de añoranza, y en una instalación de zapatos se plantea la idea del caminar por las memorias de las cuales el público será parte", nos cuentas las actrices.

Se hace camino al andar, canta el poema. Y al andar se hacen las memorias.
Foto: Daniela Alpízar.

La obra está bien construida en términos de unidad y coherencia, desarrolla tres estructuras de improvisación bastante adecuadas para sus propósitos. A pesar de ser el primer acercamiento escénico de este tipo para las actrices (dos de ellas casi primerizas) el resultado es bastante aceptable: buen juego escénico y caraterizaciones que no caen en el error del cliché. La música en vivo es un plus de la puesta, un músico también improvisa a lo largo de la obra y sonoriza las diferentes memorias dotándolas de atmósferas peculiares. Para ello el músico se vale de instrumentos como guitarra, lira (glockenspiel) y ukelele.

Improvisar no es sencillo y lo cierto es que se ven meses de entrenamiento bien aprovechado en el elenco, que logra construir historias oportunas, que no siempre están hechas para reír eso sí.

Y por cierto, memorias en vez de recuerdos no es algo gratuito. No sólo por lo metafórico que implica el hecho de que una memoria sea mucho más elaborada y compleja, sino porque además, es femenina: "Akelarre Impro surge ante la necesidad de crear historias desde las perspectivas de las mujeres, de nosotras y de las otras. Iniciamos la búsqueda con una intención política... nos encontramos con el placer de que esas historias cotidianas atravesaran nuestros cuerpos, mentes y corazones." Es este el gran logro de la puesta, nos logra pintar con brocha gruesa diferentes mundos femeninos ingratos, perturbadores, pícaros, esperanzadores... todos reales, porque las improvisadoras saben de lo que hablan. Mujeres hablando de mujeres. Algunos pensarán que esto ya se ha visto, pero sus memorias nos recuerdan que estos espacios siguen siendo necesarios.

"No sabemos si existe ni cómo hacer improvisación feminista, pero queremos ayudarla a construirla". Esto es claridad artística.

"¿Cuántas ausencias entran en una maleta? ¿Es la soledad una ruta de viaje? ¿De qué color es el olvido?"

Meses, muchos meses atrás, una noche de luna ocurrió un aquelarre en su propia versión. Esa noche no se convocó a ningún macho cabrío (faltaba más), sólo amigos y amigas que en vez de tinieblas convocaran luz a un proceso artístico que iniciaba. Mucha agua ha pasado debajo del puente y con este primer trabajo Akelarre se presenta como una agrupación que con el tiempo podría consolidarse como un referente en la improvisación teatral centroamericana.


Ficha técnica
Improvisadoras: Brenda Barrantes Requeno, Johana Barrientos Fallas, Natalia Salazar Campos.
Músico en Vivo: Jano Salas Alarcón.
Diseñadora Gráfica: Daniela Alpízar Ramírez
Diseñadora de Vestuario: Michelle Canales Barquero
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Afiche de la primera temporada de Memorias Andantes. 

jueves, 29 de mayo de 2014

Despierta.

Como el estruendo ferroso que deviene de algunos relámpagos. Así punza el sonido de campanillas del despertador los tímpanos a Diego. Sobresaltado por la situación, Diego se incorpora de golpe aturdido y asustado, completamente fuera de sí busca el origen del estrépito y halla el despertador de agujas de metal roído junto a su cama. Padece ahora ese desconcierto propio del que le arrebatan su sueño. Le tiemblan los labios. Su cuerpo aún tambaleante, una cabeza que se mueve para todos lados, hasta que los ojos se clavan en el aparato. Diego se detiene un momento, si entender aún, con un sabor seco y agrio en la boca. Se abalanza de golpe sobre la bestia como por instinto, aunque también puede ser por la necesidad inmediata de terminar con este ruido que le parte el pecho como cuando se revienta una fruta madura.

El ruido se apaga, y al hacerlo Diego escucha los latidos de su propio corazón saliéndosele por la garganta y las cienes, con dos hilos húmedos que le escurren desde la nariz. Diego siente que los músculos de su cuerpo se destensan con lentitud, especialmente sus hombros. Con la sábana enredada entre sus piernas Diego inicia el proceso de entender qué es todo aquello, y va acomodándose nuevamente en el lecho sin llegar a acostarse del todo mientras abre y cierra la boca para esparcir la escasa humedad que le queda en la lengua. ¿De dónde carajos había salido aquel aparato? En un primer momento piensa que aún duerme, que se debe a un cambio repentino y violento de su sueño de puentes y arbustos colgantes, y que todo se resume en el hecho de que su interior le quiere decir algo que ya comprenderá en los próximos días, cuando tuviese la calma para meditar. Buscar algo para leer, porque dicen que en los sueños, mientras se duerme pues, es imposible leer. Pero en su habitación Diego no guarda nada con lo que pueda comprobar la maravilla del lenguaje, gusta de tener sólo lo estrictamente necesario en su habitación para no cargarla de energía sobrante. Tales cosas cree Diego. Pero Diego no duerme. Aguanta la respiración, se agita, hace soplidos, inhala profundamente, todo ello con la inútil finalidad de hacerse despertar. Diego se convence: lúcido y vivo.

Llega a esta certeza y se aterroriza. Deja caer el despertador que ha llegado a sus manos sin darse cuenta y se arroja a un rincón envolviéndose con la sábana a modo de escudo contra la presencia del artefacto que cae pesadamente. Le tiemblan los labios de nuevo. La frente y la nuca empiezan a humedecérsele con sudor frío, y se le retuerce el estómago en huecos. ¿Cómo? Es la primera pregunta que se le viene a la cabeza y se le escapa en un susurro por un rato repetido. Porque ciertamente Diego no tenía y tuvo nunca un reloj despertador. El improbable reloj ha aparecido allí y este desconocimiento, esta ausencia de todo fundamento racional de lo que está ocurriendo, es lo que llena de pánico a Diego. A él, un prototipo de lo común al que jamás le ha ocurrido nada extraordinario o digno de recuerdo especial en toda su vida. Alguien tuvo que ponerlo allí. La generación espontánea no es propia de los aparatos que simbolizan el tiempo. Y entonces es cuando Diego se hace la segunda pregunta: ¿quién? Diego pasa de la quietud temerosa a la impaciencia oscilante en lo que duran estas conjeturas. Empieza por querer avanzar hacia el reloj, estira el cuello para verlo bien, para cerciorarse que realmente está allí, que no se trata de un engaño. Y en efecto, la jaqueca que le ha producido el estrépito de hace un momento no es ningún engaño. Aparta la sábana a un lado, se pone de rodillas, busca y no busca con la mirada, traga sequedad, alza las manos, estira los brazos desde los hombros, los recoge, se pone de pie a tientas apoyándose en la pared, la respiración se le ha convertido en agitación, avanza y retrocede hacia el reloj y la agitación se le ha convertido en furia, en rabia nunca contenida. Quién, quién putas, son las palabras que se le escapan, primero en susurros, luego en blasfemias a viva voz. Diego da vueltas sobre sí mismo, se arrojaba al suelo a mirar el reloj de cerca sin atreverse a tocarlo y en una de esas inspecciones cercanas el tic tac atrapa toda su atención. Deja por fin el arrebato y piensa, saca cuentas del suceso. Diego se convence. Diego está convencido. Todo aquello no puede ser obra de un solo individuo, un algo con la capacidad de colocar ese reloj junto a su cama lo hubiese percibido durante la madrugada, porque es evidente que aquello ocurrió durante la madrugada, anoche Diego estaba seguro de que ese reloj no estaba allí, es tan siquiera absurdo tratar de persuadirse de lo contrario. Un solo algo habría hecho demasiado ruido, cosa irónica ciertamente. Habría sido fácilmente detectado y, por consiguiente, hubiera sido brutalmente repelido por la humana condición de Diego, por haber cometido ese atrevimiento inconcebible, inaceptable, de irrumpir en su intimidad. Y siente miedo al entender hacia donde conducen las deducciones.

Se quita las medias y mete sus manos y brazos en ellas. Apoya su peso en las rodillas y los codos, y toma con lentitud el reloj. Analiza las agujas detenidas por completo a pesar de que el interior del reloj continúa en funcionamiento. El reloj no tiene tapa, de quererlo Diego podría acomodar la hora a su antojo y mantener esa hora para siempre. Las campanillas son grandes y el martillo tiene un brillo particular. Diego mira ese brillo que desde cierto ángulo parece tener más intensidad que toda la luz que hay en su habitación. Los ojos muy quietos. El sonido del tic tac se hace más intenso con cada segundo que pasa y Diego está totalmente absorto en los reflejos. Y el brillo del martillo rebota en los ojos de Diego y los ojos muy abiertos. Ahora cree entender.

Deja caer el reloj, se aparta de él dando un salto brusco hacia atrás, recoge los pies para alejarse lo más posible, en el rostro forma una mueca desesperada. Ellos han hecho esto, se dice Diego intentando sostener los labios. El tic tac aumenta. Diego sabe que debe apresurarse. Se arranca las medias de las manos, con ayuda de los dientes. Salta, se incorpora, revienta las medias contra la pared, mueve su cabeza por todos lados, esto lo han hecho ellos, dice bufando. Y los busca. Los busca por el techo, por el suelo, va pasando la cara por el rodapié, brinca de un lado a otro. Su enojo es serio. Lo han hecho, ellos, esto, se hiere Diego al decírselo para sí mismo. Y sigue buscando, busca por las grietas de la pared, debajo del colchón, por las jambas, sobre el llavín. Pero Diego no contempla ni un instante la posibilidad de abrir la puerta e intentar huir, correr y alejarse de ese tic tac que se convierte cada vez más en un ensordecimiento. Diego suda, le resbalan las gotas por la punta de la nariz, siente como le caen en el pie, en la rodilla. Las cienes le arden, se le inflaman nuevamente. Aún en su desesperación Diego no comprende cómo se han acomodado de tal manera para que esté sucediendo todo esto, esta inverosímil pero contundente cuenta atrás. Su tiempo se acaba. No, Diego no lo comprende, pero ya no es momento de entenderlo, y es que esto pasa más a menudo de lo que los pensadores quisieran, el dejar que las cosas lleguen hasta un punto sin retorno y terminar en algunos casos, que no es ya el de Diego como se ve, terminar lamentándose en un lloriqueo el porqué de esto o de aquello, y no haber hecho algo diferente cuando era posible. Y aunque a Diego se le escapa una lagrimita por un canto del ojo definitivamente no está llorando. Fatigado por la búsqueda, desordena las pocas cosas de su habitación, un intento en vano de hacer las cosas diferentes, da vuelta al colchón, quita la funda de la almohada, eructa en un arrebato que no sabe explicarse pero que le nace del alma. Pero el tic tac suena ahora con máxima fuerza, y Diego vuelve a sentir miedo, se percata otra vez del aparato al que había dejado de ponerle atención por la premura que el mismo aparato ha generado. Diego chilla, gesticula palabras nunca dichas, los ojos se le ponen rojos de cólera y de decepción, todo ocurre tan rápido, tan terriblemente rápido, el tic tac, la habitación, los puños cerrados, el suelo, el aire, el calor, la puerta, el sudor, la cabeza; y yo podría haber, empieza a decir Diego en el instante en que el tic tac detiene de súbito su sonar.

Los ojos se le abren como dos bolas gigantes. Lo que iba a decir se quedó así cortado en medio del aire revuelto. La boca abierta e inmóvil como el cuerpo. Sólo el labio parece temblar. La respiración se le pega en la garganta como una mala espina. Los puños los tiene cerrados, pero de a poco empieza a abrirlos. Diego no se ocupa más de ver el reloj cuando va cayendo al suelo. Primero cae de rodillas, mierda, es lo único que Diego arrodillado alcanza a decir. Su cuerpo cae inevitablemente al suelo con un sonido muerto. Y así, en la que era hasta hace un instante la habitación de Diego ahora predomina un silencio plácido. El reloj despertador despojado ya de toda utilidad no suena más junto al cuerpo que está boca abajo.