miércoles, 11 de marzo de 2015

La química del autobús.

Alguna vez, en clases de química durante el colegio hace la mitad de mi vida atrás, la profesora hacía una metáfora de algo propio de los elementos químicos (¿o los compuestos?, no tengo idea) que se iba acomodando como si fuesen pasajeros de un autobús. En el transporte público nadie se sienta a la par de un desconocido así que primero se van llenando todos los pares de asientos disponibles y sólo cuando todos los campos están ocupados se empiezan a formar parejas.

Desde entonces, aquella atinada alegoría me hizo imposible dejar de prestar atención a cómo la gente se acomodaba en el bus, quién se sentaba junto a quién y quién no. Me evidenció ese complicado ejercicio selectivo cuando se cumple ese escenario de ausencia de campos solitarios y la gente debe elegir, a ojo y moral, al lado de cuál extraño hará su viaje.

***

No sé cuándo debió ser la primera vez. Desconozco si primero tuvieron el gesto conmigo y la que fuese mi pareja entonces. Y si eso me ayudó a entender que el amor, aunque en parte principio químico, no se ajusta a teorías ni pretensiones. Mucho menos lógicas, claro.

Cada vez que voy en un bus cuyos compartimientos están en su totalidad ocupados por viajantes solitarios, solitarias, y ocurre que sube alguna pareja de enamorados me aboco en la tarea de darles el par de asientos que acaparo innecesariamente.

Que vayan juntos, como tiene que ser. Que vayan cercanos, conversando, abrazados, besándose. No puedo ser yo el responsable de evitar esa chispa que le da sentido a la vida al menos temporalmente.

El gesto no es con ellos o ellas, no importa quiénes suben de la mano. Se trata de alzar la bandera de alimentar cualquiera que sea el acto de amor cotidiano que equilibre, aunque sea un poco, la química reactiva y violenta del diario urbanita.

lunes, 2 de marzo de 2015

Fuerza G.

Como dos fuerzas opuestas que actúan sobre mí a velocidades diferentes. Y la duda de una aceleración que no sé si debo generar, dejar fluir o simplemente si existe.

Este patético intento de metáfora física sirve para dibujar la más básica de las condiciones humanas con la que lidio cada día: mantener la cabeza fría y la plena conciencia de que todo cuanto me rodea no es más que polvo de estrellas que estallaron hace tiempo incomprensible atrás, que esencialmente mi vida y la de cada uno de los seres que amo o aborrezco no significa absolutamente, ínfimamente, nada en la inmensidad de todo cuanto es; y al mismo tiempo buscar la trascendencia propia, vencer a la muerte a través de la realización, o en otras palabras ser y hacer algo significativo a pesar de (o quizás por) mi condición de mortal insignificante.

Así las cosas no es extraño que ésta situación de vida, o más bien la claridad sobre ella, me provoque unas muy concretas ganas de fumar cada noche.

De momento sólo me queda llamarme la atención una vez más. Pero en esta ocasión debo también abofetearme, parear la cachetada de lucidez de ayer. Aquí no hay futuro, y estoy a mucha distancia de él.

No hay tiempo (ni fuerza) que perder.