Desde entonces, aquella atinada alegoría me hizo imposible dejar de prestar atención a cómo la gente se acomodaba en el bus, quién se sentaba junto a quién y quién no. Me evidenció ese complicado ejercicio selectivo cuando se cumple ese escenario de ausencia de campos solitarios y la gente debe elegir, a ojo y moral, al lado de cuál extraño hará su viaje.
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Cada vez que voy en un bus cuyos compartimientos están en su totalidad ocupados por viajantes solitarios, solitarias, y ocurre que sube alguna pareja de enamorados me aboco en la tarea de darles el par de asientos que acaparo innecesariamente.
Que vayan juntos, como tiene que ser. Que vayan cercanos, conversando, abrazados, besándose. No puedo ser yo el responsable de evitar esa chispa que le da sentido a la vida al menos temporalmente.
El gesto no es con ellos o ellas, no importa quiénes suben de la mano. Se trata de alzar la bandera de alimentar cualquiera que sea el acto de amor cotidiano que equilibre, aunque sea un poco, la química reactiva y violenta del diario urbanita.