martes, 24 de enero de 2017

En algún punto del ruido blanco

Al llegar la noche en la habitación de mi madre, acostado en la oscuridad rota de líneas anaranjadas que se filtraban por los bordes de la cortina, llegaban los sonidos de la ciudad, rumor de motores y esporádicos tacones martillando el asfalto. 

De niño prestaba más atención a los sonidos. Los años te matan esa atención primaria. También los audífonos a todo volumen. 

Estoy parado en el balcón de mi apartamento que da a la noche despejada de un verano que empieza. 

Este instante es una extraña proyección de lo que ese niño se pensaba una vez grande. O de lo que este grande quiere pensar que proyectaba ese niño. 

Recuerdo, con algo que no es nostalgia ni exactamente lamentación, la manera en que mi mente infantil se iba de paseo con aquellos sonidos que forman parte de una relación que ahora me es imposible romper con el espacio de concreto. Con cualquier espacio de cemento, altura y caos. 

Pero el sonido principal no lo recuerdo. ¿Un silbido, un pitido, una alarma? No logro recordarlo, pero sé que existió. Y su importancia enorme. 

Nada en este presente de noche de silencio habitado, de ruido vacío, se le parece ni me lo recuerda. 

E indefectiblemente asumo que el momento de recordarlo será esa aún lejana probable noche de segunda niñez, en que se acerque el momento de escuchar todo por última vez.