Leo un libro, esperando mi turno de ser el hábil técnico que quiero ser. A lo largo de la obra hay dos largos momentos en que mi ingenio visual no tiene que intervenir en la historia. Por eso leo. Porque la obra ya me la sé.
Y entonces algo como un soplo, como un pequeño roce sobre los bellos de mi nuca, me hace detenerme y ver a mi alrededor. Volteo mi cabeza a mi izquierda y observo a Ramiro seguir el texto con la mano atenta en el reproductor de audio. Miro a la derecha, lentamente, y Fran descansa apoyado en el respaldar del asiento; su rostro lo baña la luz azul de una lamparita, y esa luz baña también la consola de luces.
Sólo se escucha el ronroneo que escupe el ventilador del proyector de video delante de mi y la tensión vibrante de la corriente eléctrica que se desprende de los tachos y que sólo obedece a los movimientos de Fran. Alzo más la vista, y sólo se escucha el peculiar silencio de un teatro en el transcurso de una función: un asiento rechinar, un estornudo apagado, los actores... Abajo, sobre el escenario, los actores juegan a ser quienes no son, como es natural.
Y yo ahí, joven y vivo, desde la cabina suspendida sobre las cabezas del público, me doy cuenta que estar ahí me hace feliz.
La felicidad es cosa ambigua. Pero hay pequeños momentos de lucidez, más bien como ráfagas de energía, que te hacen recordar que la felicidad es algo que puede existir, a pesar de ser una señora que pasa a saludar muy de vez en cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario