viernes, 24 de diciembre de 2010

Hoy es viernes.

Hay festividades que una vez racionalizadas pierden todo significado y esencia. La navidad es uno de esos casos.

Lejos y muy atrás quedaron aquellos días de infancia en donde la llegada de diciembre representaba alegría, emoción. Era una época rotundamente diferente al resto del año, lo sentía con emociones infantiles genuinas. Algo parecido a un cosquilleo en el estómago se apoderaba de uno la mayor parte de los días. No era sólo la emoción de los regalos, el aroma a pino o ciprés tostado bajo el colorido de cientos de bombillitas, o la inocente ilusión de sentirse una familia a pesar de que los padres estuvieran divorciados y el hermano mayor nunca estuviera en casa. La esencia de navidad contenía todas estas cosas y una sensación generalizada de que todo era diferente, que la gente era más amable y más feliz.

Pero, lentamente y sin vacuna previa, avanzamos a la edad en que aprendemos a cuestionar las cosas, a buscarle su lógica interna y sus contradicciones. Y entonces sometimos el evento navideño a la crítica sistemática con el resultado consecuente: no le quedaron ni las estrellitas.

Desde aquel diciembre en que las consecuencias de la depresión económica familiar nos marginaron de todo consumo temático (árbol, pierna de cerdo, regalos, dulces...) se abrió ante mí el escenario de lo material: toda navidad (todo acto humano como aprendería mucho después) está relativizado por esta variable... muy mundana la ingrata, por cierto. Entonces comprendí que aquella celebración era relativa, era accesible para quienes pudieran pagarla; y la tele me daba la razón con sus películas estadounidenses de grandes familias, niños en apuros y santacloses risueños.

Y aunque para muchos la navidad no significaba sólo consumir, fue cuando con rigor adolescente encontré el tiro de gracia: la fiesta dicembrina era, en última instancia, una celebración religiosa. Detalle que la mayoría de cristianos parecen haber olvidado. Y entonces concluí lo procedente: yo no tengo nada que celebrar.

Muchos creen, falsamente, ver en mí (y en muchos y muchas como yo) un joven Scrooge; pero yo, a diferencia del ingenioso personaje de Dickens, no veo en la avaricia un antivalor deseable ni sufro al ver la gente compartir alegría y felicidad. Por mucho tiempo me enfurecí gratuitamente durante la mentada época. Luego, en tiempo más reciente, comprendí que molestarse por la navidad era un exceso que no conducía a nada.

Y entonces heme aquí. En mi calendario festivo personal diciembre no implica celebración alguna más que el cumpleaños de una amiga muy querida. Aprovecho los días para descansar, leer, beber café y esperar a que las cosas vuelvan a su normalidad, porque es igualmente absurdo pretender que nada ocurre.

Abur.

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