martes, 24 de enero de 2017

En algún punto del ruido blanco

Al llegar la noche en la habitación de mi madre, acostado en la oscuridad rota de líneas anaranjadas que se filtraban por los bordes de la cortina, llegaban los sonidos de la ciudad, rumor de motores y esporádicos tacones martillando el asfalto. 

De niño prestaba más atención a los sonidos. Los años te matan esa atención primaria. También los audífonos a todo volumen. 

Estoy parado en el balcón de mi apartamento que da a la noche despejada de un verano que empieza. 

Este instante es una extraña proyección de lo que ese niño se pensaba una vez grande. O de lo que este grande quiere pensar que proyectaba ese niño. 

Recuerdo, con algo que no es nostalgia ni exactamente lamentación, la manera en que mi mente infantil se iba de paseo con aquellos sonidos que forman parte de una relación que ahora me es imposible romper con el espacio de concreto. Con cualquier espacio de cemento, altura y caos. 

Pero el sonido principal no lo recuerdo. ¿Un silbido, un pitido, una alarma? No logro recordarlo, pero sé que existió. Y su importancia enorme. 

Nada en este presente de noche de silencio habitado, de ruido vacío, se le parece ni me lo recuerda. 

E indefectiblemente asumo que el momento de recordarlo será esa aún lejana probable noche de segunda niñez, en que se acerque el momento de escuchar todo por última vez.

lunes, 11 de enero de 2016

Partida.

Regreso a este espacio entre el norte y el sur. A pesar de mi voluntad. A pesar del pesar.

El teléfono vibra.

"Desde que te fuiste murió Bowie y detuvieron al Chapo.
Es un desastre".

¿Cómo hace uno para que no se le contorsione el corazón?

domingo, 11 de octubre de 2015

Transcurso.

La verdad irremediable es que todavía me duele. Que es probable que me duela ahora más que hace unos meses. Que basta la imprevista aparición en el dial de una canción que alguna vez me compartiste por el chat, cuando aún todo era nuevo y emocionante, para que el pecho me arda en flamas adolescentes. Que la boca del estómago se me vacía de golpe y la humedad me lubrica la parte baja de los ojos.

Que la rabia de tus respuestas en forma de monosílabos se me pega en la garganta.

Pienso y no pienso. Siento, eso es lo que más hago, aunque no quiera. Que tengo momentos en que la coraza, esa que me quité cuando entré en tu portal, se me vuelve aire y la decepción se me instala en los huesos como el frío de los inviernos que me falta por vivir.

Que me gustaría gritarme las cosas que callaste y seguís sin decirme. Las mismas que sigo desconociendo, las que pudiste haber dicho en tiempo oportuno, pero que ahora no sirven de nada. Que me gustaría decirte cuánto lamento lo que considero una derrota cobarde de tu parte, una huida no asumida como tal.

Y con todo, te amo tanto que sos la única persona con la que me he ahorrado el orgullo. Me satisface imaginarte feliz. Me enorgullece que te colmés de los éxitos que anhelas.

Me gustaría creer que en unos días llegará esa mañana en la que me de cuenta que por fin me siento bien, pero me jode la certeza de saber que faltan varias lunas para que eso ocurra. Te extraño más que ayer y un poco menos que mañana.

Sigo en mi intento de ser la mejor persona que era cuando me recostaba en tu regazo. A veces los días son pálidos y extraños. Y aunque sé para dónde voy y lo que tengo que hacer, y camino con seguridad, siguen habiendo ratos en que me gustaría tanto tomarte de la mano y patear bobamente la basura del camino.

"Me arruinaste un poco". Sabés lo que quiero decir.

martes, 22 de septiembre de 2015

Mi amiga la desconocida.

Tengo una amiga. Su nombre es Silvia. Y de las cosas importantes de ella es todo lo que sé.

Nos conocimos una tarde en una plaza de comidas, cerca de la universidad. Yo hacía algo en la computadora, ella necesitaba una mesa para cenar. Yo estaba sólo en una de cuatro espacios y me preguntó si se podía sentar. Yo, en un arrebato de sociabilidad que facilitó la sucesión de los hechos que han definido nuestra relación, le dije que sí.

Al sentarse hubo un breve lapso de silencio. Pero pronto averigüé que ella no es un ejemplo de persona que pueda mantenerse callada. Me desconcertó que me hablara. El yo antipático que me domina en público se sentía indignado. Mi otro yo, cálido y confianzudo, se dio gusto dándome la oportunidad de hablar por hablar con una extraña.

Hablamos largamente, ya no recuerdo qué, pero compartimos muchas cosas. En algún momento nos mostramos las cédulas de identidad, qué se yo por qué. Yo la bromeé con que no me dejó trabajar, ella se disculpaba con sus ojos grandes que casi nunca cierra y con los que mira directamente. Fue un rato alegre, divertido.

Nos despedimos. Ella me dijo que no solía hacer lo que había hecho. Yo le dije que me ocurría lo mismo. Y optamos por dejarnos en aquella mesa en ese momento para siempre.

Pasó el tiempo y la casualidad nos cruzó de frente. Y entonces fue la misma historia con sabor a regreso a un lugar que te es familiar. Ya no éramos extraños, sólo desconocidos. Creo que fue en esa segunda ocasión en que hablamos de las relaciones de ahora, de los teléfonos, las redes sociales, los correos... De cómo estábamos a un botón de todos, de todas, pero también a un botón de la soledad. Y elegimos no conocernos, no saber cómo contactarnos, no tener manera de buscarnos.

Decidimos que nuestra amistad estaría mediada por el azar, que fueran sus fuerzas las que nos cruzaran y nos dijeran cuándo y dónde sería que nos veríamos cada ocasión.

Y hasta hoy así ha funcionado. Y nos hemos topado muchas ocasiones más. La última vez que la vi me hablaba de su trabajo, me contaba intimidades de su vida profesional. No es extraño que siendo filóloga le gustase hablar siempre. (¿O era lingüista?)

Tengo ahora tanto tiempo de no encontrarla. Espero que esté bien. La recuerdo como una particularidad en mi vida. Porque es especialmente particular ser desconocidos por elección. Hace poco pensaba que cada vez que nos vemos puede ser siempre la última vez.

Silvia es mi amiga y nuestro tipo de desconocimiento es un pequeño arrebato de sinceridad y simpleza en un mundo que te grita inmediatez a la cara todos los días.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Barra. Crónica semietílica.

La noche se hizo larga. Así no más, porque le dio la gana. 

El comienzo tiene forma de cita frustrada, la que no se pudo concretar por capricho del azar. Un mal funcionamiento de la red telefónica basta para estropear un plan tan pacientemente elaborado durante un par de semanas. 

Pero una llamada, con un sistema restablecido, parece solucionarlo, una especie de volver al plan original. Y el azar, tan jekylliano él, vuelve a impedir una segunda cita, de diferente naturaleza es cierto, pero de satisfacción igualmente resolutoria. 

Yo mientras tanto trabajo. Trabajo porque es lo que más hago. Trabajo porque es lo que tengo que hacer, lo que siempre tengo por hacer. A veces me pregunto si estaré enfermo por disfrutar lo que hago, pero que lo hago siempre, a toda hora, en todo lugar. A veces sólo dan ganas de detenerse, parar la orquesta estridente de los días y echarse a llorar. 

Y en el marasmo de la contradicción tecnológica, una llamada de larga distancia aliviana la ansiedad que se me instala en el pecho, y aún es tan temprano... Hablar con ella me alegra, me reconforta. Miles de kilómetros de distancia, pero tan cerca. Es un asterisco. Qué digo asterisco, es un par de corchetes en la historia de mis días, con su propia partitura. Y la extraño. Y la extraño más en estos días. Porque sí.  

Y cuando termino de hablar con ella me entran ganas de salir de la casa al menos por un rato. Necesito salir. La ansiedad me está jodiendo. Haber dejado de fumar me está jodiendo.

En estos días las ausencias se me han acumulado de manera lapidaria. Cada una es muy suya, pero es ausencia al fin. Como ésta que se me clavó hace tres meses, la más nuevecita, pero igualmente hija de puta. 

Y cuando las ausencias se te arremolinan entre el estómago y el pecho lo cierto es que no hay cuerpo que aguante. 

Salgo de mi casa tranquilo a pesar del drama que describo. Aprovecho la ventaja de vivir a una nadería de distancia de cualquier bar. Me meto en uno que no conozco, bien aburguesado, que vende cocteles. Me gustan los lugares aburguesados como este. Me repulsa la gente que va, generalmente. Pero los lugares tiene un gusto que no es de discutir. 

Me tomo un Mai Tai. Me suena gracioso y me ronca tomármelo. Me sabe bien. Es dulce, un poco más que justamente dulce. Pero me gusta. Me he sentado en la barra. Sentarse en la barra, por más pequeña que sea te da un carácter sutil, pero directo. Sos el hombre solitario de la barra. Y a pesar de lo que en el pasado pensase, ya no arrastro una melancolía perdedora cuando me siento en el lugar más sagrado de todo bar. 

Salgo. Ya me quiero ir. La he pasado bien pensando. He pensado muchas cosas. He visto resúmenes de tenis en la pantalla. He pensado en el viaje que vendrá en unos meses. He pensado en los besos que pude haber dado esta noche. He pensado en la que ya no quiso más mis besos ninguna noche. 

He pensado en los besos que me hubiera gustado dar esta noche, a cientos de kilómetros de aquí. Y por un momento viajo al pasado, a un lugar cuyo nombre es una fecha, y a un beso dulce y largo. 

Pero no me engaño, no hay nada de melancolía en todo esto. 

Finalmente cuando voy bajando la cuesta camino a casa se me antoja una cerveza final, y entro a otro bar. Me siento en el espacio libre que queda en la barra, claro está. Me pido una Beck´s. Me gusta la Beck´s. Me vale una mierda que piensen que soy un dandi por tomarme una Beck´s. 

Y entonces, al rato de estar sentado, pasa. 

Le presto atención a la chica de la caja. Me atrae. Pero pasa algo que no preví: su mirada se cruza con la mía y nos quedamos mirando por un rato más largo de lo que dura un simple cruce de miradas. Cómo lo sé, no lo sé. Pero lo sé. Entro en estado de alerta al tiempo que por fin desvío la mirada. Pienso en lo que acaba de ocurrir. Sus ojos son preciosos, me convenzo. La cerveza está a la mitad.

La miro pasar a un interior sólo para empleados. La miro tomar su teléfono dándome la espalda. Se toca la cara. Algo no anda bien esta noche para ella, es sencillo entenderlo. Al salir no puedo evitar buscar su mirada. Ella se encuentra de golpe con mis ojos. Y me sonríe. 

Mierda. No tendo idea de lo que está pasando. 

Entro en una especie de pánico infantil. Me he convencido de que ella me fascina. De que en esta noche de ausencias acumuladas ella me parece absoluta e indiscutiblemente preciosa. Lleva el cabello trenzado. Es corto. Sus ojos no tengo una puta idea de qué color son, mi vista no me da. Pero me parece preciosa. 

Al frente de donde estoy sentado hay un estúpido plato con una leyenda: "La guillotine". 

Yo que estaba tan tranquilo, disfrutando de mi soledad esta noche me descubro ansioso. Verdaderamente ansioso. Mi pierna derecha se mueve precipitadamente sin descanso. Estoy arrancando en pedacitos las etiqueta de la botella. Descubro al otro lado de la barra un tipo que quizá conocí. Y que me parece un perfecto idiota. En realidad estoy disimulando, estoy quemando tiempo antes del próximo giro de cabeza en su búsqueda. ¿Me estará viendo?. Me siento estúpido. La verdad, insisto, no tengo idea de qué hacer. 

Cuando la busco otra vez con la mirada ella está ocupada. Está cobrando. Es la cajera y éste es su lugar de trabajo. Pero estoy convencido que se da cuenta que la he mirado. Quito la vista. Doy un sorbo a la cerveza. Y mientras mi mirada vuelve al rato una vez más a ella y ésta vez ella nuevamente me mira, y el asunto sigue por un rato más, yo fantaseo con lo que debería de hacer. La he visto un momento con cara de preocupación después de mirar su teléfono. ¿Y si le pregunto si está bien? ¿Y si cuando pago (porque es claro que ya he decidido pagar en la caja y no al barman) le doy mi tarjeta con mi número sin decirle nada, sólo me le quedo viendo?

Me siento estúpido y me río conmigo mismo. No demasiado, no vaya a ser que ella me esté mirando y se piense que soy un loco de mierda. 

La cerveza se acabó. Y yo sólo entré por una. Es hora de irse. Me decido. Voy a la caja. Ella me pide mi nombre, porque la cuenta está a mi nombre. Se lo doy. Estupendo, pienso, ahora sabe cómo me llamo. La miro mirar la computadora. Me parece lindísima. Me encantaría coquetearle toda la noche, estar los dos solos en un lugar íntimo, y pasar al menos una de esas noches que resignifican el sentido de lo que es vivir. Esas cosas que al final del camino son lo único que se viene con vos. 

Me cobra. Me sonríe. Me mira también. Y yo como un imbécil sin decidir si decirle algo. Me da el vuelto, le doy las gracias, me da las gracias. Sonrió. Sonríe. Qué mierda, esto nunca me había pasado. No tengo una puta idea de qué tengo que hacer. A uno no le enseñan a reaccionar ante estas cosas. De verdad ¿qué hago?. De verdad, nunca había estado tan seguro en mi vida de que una chica me está dando "pelota" con la mirada. Qué soberana mierda. Guardo el cambio en la billetera. Antes de darme la vuelta con la cabeza baja la miro casi por encima de las gafas, ella hace exactamente los mismo, aunque no lleva gafas, y nos sonreímos. Y como el estúpido que soy doy media vuelta y salgo del bar. 

Camino con el corazón que me late. Sonriendo estúpidamente. Fantaseando otra vez en lo que debí haber hecho. Al menos, pienso, el final de la noche fue emocionante. Probablemente sólo soy un tipo más que la mira mientras trabaja. Tal vez para mí sea particular, yo sólo soy otro más de lo muchos que habrá esa y otras noches. 

Creo que tendré que volver pronto a este bar. 

lunes, 17 de agosto de 2015

O la íntima que una vez fuiste.

Hace un par de días el calendario marcaba los cinco años. Es difícil deshacerse de una fecha tan exacta. Se me vino el día como un soplido que te hace voltear para arriba. Es ahora que el tiempo que nos ha separado es mayor al que nos unió. Y no sé si debería dolerme porque hace mucho que dejé de preguntarme si te encontraría en mitad de la senda sin mar que decidí hacer cada día.

Aquella melancolía quedó atrás. La punzada fría en la boca del estómago también. Y con ellas un montón de mundos y seres y momentos. Cuántas cosas que olvidé. Y supongo que vos misma, la que fuiste, también se la devoró la vida. 

Yo soy otro, pero no sabría decir cuán diferente. Soy. Y me siento muy bien. Hace rato que también dejé el odio que se me instaló cuando me soltaste aquella obviedad de que iba a ser feliz. Ahora me río, sin mofa, sólo me hace gracia. Me daban náuseas recobrar tus palabras golpeándome en los oídos. Por supuesto que iba a ser feliz sin vos, por supuesto que iba a seguir mi vida, lo que yo quería era vivirla con vos. 

Pero el rencor ya se fue. También el autorencor y la culpa. Cómo pasa el tiempo. 

Algún mes, te confieso, te me has aparecido en algún sueño. Y me jode el día. Metafóricamente. Me jode porque cuando me despierto lo hago recordándote. Y me entran unas jodidas ganas de escribirte, de preguntarte si estás bien, de saber cómo te ha ido todo este tiempo, de conocer en qué parte del mundo andás. Pero me arrepiento a los segundos, y me vuelven a dar ganas al rato, y me vuelvo a arrepentir un poco después del arrepentimiento inicial. Me acuerdo de mis propias palabras diciéndote que no quería volver a saber de vos. Se me va el día entre las ganas, la duda y la sensación de saber qué pasaría si lo hiciera. Y cuando por fin el día se acaba ya viene otro en el que no estás más. 

"El tiempo que nos ha separado es mayor al que nos unió". Y ahora soy otro, y vos otra. Y ya nada duele como antes, ni es tan urgente. Ni tengo certeza si le escribo a la desconocida que sos, o a la íntima que una vez fuiste. 

miércoles, 15 de julio de 2015

Nombre.

Hablar de su nombre significa,
descoserme los labios,
empalar mi ego,
desnudar mi fracaso,
dividir entre cero mi futuro;
llamarla en otro rostro
y que su recuerdo,
no pueda evocar
cicatrices antiguas,
ni contusiones recientes.

Cuánto peso
soportaba mi pecho bajo esa sola palabra.



Tomado, y levemente modificado a gusto, de Un Nombre del amigo Manuel Luna. Gracias por el permiso sin perdón.

miércoles, 11 de marzo de 2015

La química del autobús.

Alguna vez, en clases de química durante el colegio hace la mitad de mi vida atrás, la profesora hacía una metáfora de algo propio de los elementos químicos (¿o los compuestos?, no tengo idea) que se iba acomodando como si fuesen pasajeros de un autobús. En el transporte público nadie se sienta a la par de un desconocido así que primero se van llenando todos los pares de asientos disponibles y sólo cuando todos los campos están ocupados se empiezan a formar parejas.

Desde entonces, aquella atinada alegoría me hizo imposible dejar de prestar atención a cómo la gente se acomodaba en el bus, quién se sentaba junto a quién y quién no. Me evidenció ese complicado ejercicio selectivo cuando se cumple ese escenario de ausencia de campos solitarios y la gente debe elegir, a ojo y moral, al lado de cuál extraño hará su viaje.

***

No sé cuándo debió ser la primera vez. Desconozco si primero tuvieron el gesto conmigo y la que fuese mi pareja entonces. Y si eso me ayudó a entender que el amor, aunque en parte principio químico, no se ajusta a teorías ni pretensiones. Mucho menos lógicas, claro.

Cada vez que voy en un bus cuyos compartimientos están en su totalidad ocupados por viajantes solitarios, solitarias, y ocurre que sube alguna pareja de enamorados me aboco en la tarea de darles el par de asientos que acaparo innecesariamente.

Que vayan juntos, como tiene que ser. Que vayan cercanos, conversando, abrazados, besándose. No puedo ser yo el responsable de evitar esa chispa que le da sentido a la vida al menos temporalmente.

El gesto no es con ellos o ellas, no importa quiénes suben de la mano. Se trata de alzar la bandera de alimentar cualquiera que sea el acto de amor cotidiano que equilibre, aunque sea un poco, la química reactiva y violenta del diario urbanita.

lunes, 2 de marzo de 2015

Fuerza G.

Como dos fuerzas opuestas que actúan sobre mí a velocidades diferentes. Y la duda de una aceleración que no sé si debo generar, dejar fluir o simplemente si existe.

Este patético intento de metáfora física sirve para dibujar la más básica de las condiciones humanas con la que lidio cada día: mantener la cabeza fría y la plena conciencia de que todo cuanto me rodea no es más que polvo de estrellas que estallaron hace tiempo incomprensible atrás, que esencialmente mi vida y la de cada uno de los seres que amo o aborrezco no significa absolutamente, ínfimamente, nada en la inmensidad de todo cuanto es; y al mismo tiempo buscar la trascendencia propia, vencer a la muerte a través de la realización, o en otras palabras ser y hacer algo significativo a pesar de (o quizás por) mi condición de mortal insignificante.

Así las cosas no es extraño que ésta situación de vida, o más bien la claridad sobre ella, me provoque unas muy concretas ganas de fumar cada noche.

De momento sólo me queda llamarme la atención una vez más. Pero en esta ocasión debo también abofetearme, parear la cachetada de lucidez de ayer. Aquí no hay futuro, y estoy a mucha distancia de él.

No hay tiempo (ni fuerza) que perder.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Su nombre no es María.

Tal vez no la primera pero sí la primera, la más significativa. María, mujer, tomada por el dios/hombre, violentada por su vientre, despojada de la propiedad y soberanía de su cuerpo. Arrebatada de su voluntad, silenciada su voz, martirizado su futuro, designado su destino para siempre, el para siempre que dure esto que es y que le llamamos existencia, por los siglos de los siglos, aunque todo se resuma en una mota de polvo de la existencia misma, una más grande, inmensa, de la cual somos parte en la más completa ignorancia del sentido de las cosas.

Pero dentro de nuestro sentido, mínimo y diminuto que es ya suficiente, María fue robada de sí misma y con ella muchas más que vendrán después, cientos de miles, arrebatado su cuerpo, el único medio de transporte para atravesar esta vida que es lo único que tenemos. Cientos de miles en cientos de miles de lugares. Y muchas se llamarán María. María-madre. María-esposa. María-hija. Y a muchas les remarcarán la propiedad con segundos nombres: Dolores, Auxiliadora, Magdalena, Trinidad, de los Ángeles, Esperanza, de Dios.

Y ella, frente a mí, me dice que su nombre no es María, que no lo acepta, que no puede aceptar llamarse así. Ella, decididamente frente a mí, lo reniega con la misma vehemencia que tiene la lluvia al caer. Y yo la miro, la escucho, casi sin moverme, porque su discurso repica dentro mío, me mueve cosas que sólo se mueven cuando suena el tono de las verdades. A partir de ahora y para siempre ha conseguido mi más absoluta atención. Para mí también ha dejado de llamarse María. Sólo existe lo que es nombrado. Da un sorbo para mojar su voz de terciopelo y aprovecho el instante para ver sus labios besar la botella.

(Tal vez no me estás diciendo nada de esto, tal vez no te entiendo realmente, pero es lo que me evocás, es lo que torpemente comprendo sin perder la cordura de escucharte. Cada palabra que vas diciendo se me revuelve con otras que tengo en la cabeza. Todo yo, todo lo que soy, se dirige hacia vos y por un rato me hacés creer que es posible que existan los linajes de luz.)

Reivindica su arte. En él se alborotan tres generaciones que ama. Tres diferentes mujeres que convergen en el mismo punto de existencia, que convergen en ella. Y en realidad estas generaciones son todas las generaciones, porque ella es el sentido correcto de ser bendita entre todas las mujeres. Ser mujer. Internamente confieso no saber lo que es eso, no poder entenderlo cabalmente. Pero lo siento cuando ella lo dice, lo comprendo y lo vivo a través de las palabras que me está diciendo, de frente, que avanzan una detrás de la otra como la bruma, con el mismo aliento que exhalan las montañas al amanecer.

Ella me hace ver que se ha apropiado de sí misma. Que es única, que posee el control de su vida. Ella es una amenaza para muchos y lo sabe. Se ha reivindicado, ha reivindicado el ser mujer apropiándose de su cuerpo. Habla de él, de su simbolismo, del uso metafórico y literal de su desnudez. De su cuerpo. Porque su cuerpo puede ser cuando está sin ataduras, sin ropas y sin miradas que juzgan. Al poseerse a sí misma ha levantado la bandera de cientos que les arrebataron ese derecho. Hace una pausa para volver a beber, y es probable que yo no esté disimulando la admiración que siento y que se me quiere salir por la garganta.

(Ojalá tuviera la energía que hay en vos para romper cadenas.)

Termina de hablar, ha dicho cuanto tiene que decir por ahora. Yo guardo silencio. Todo este tiempo la he mirado más allá de esta mesa que compartimos, de esta mesa que la separa y la acerca a la vez. Ahora miro sus ojos. Dos girasoles gigantes, que miran más allá del sol. Cómo desearía regar esos girasoles cualquier mañana de verano, cualquier noche de relámpago. Cómo quisiera llenarlos de color y darles excusas suficientes para que de ellos brote abundante el fuego de la vida, un fuego que le sirva para incendiar todos los caminos por los que decida caminar.

Vuelvo a la mesa, vuelvo a esta noche que aún es joven. Aterrizo las ideas. No puedo resumir todo lo que de ella he aprendido. Doy un sorbo de mi vaso. Sonrío. "Te admiro y te respeto", es todo cuanto digo y con ello pretendo decir todo lo que no podré decir hasta pasado el tiempo necesario para saber cuáles son las palabras correctas.