domingo, 6 de septiembre de 2015

Barra. Crónica semietílica.

La noche se hizo larga. Así no más, porque le dio la gana. 

El comienzo tiene forma de cita frustrada, la que no se pudo concretar por capricho del azar. Un mal funcionamiento de la red telefónica basta para estropear un plan tan pacientemente elaborado durante un par de semanas. 

Pero una llamada, con un sistema restablecido, parece solucionarlo, una especie de volver al plan original. Y el azar, tan jekylliano él, vuelve a impedir una segunda cita, de diferente naturaleza es cierto, pero de satisfacción igualmente resolutoria. 

Yo mientras tanto trabajo. Trabajo porque es lo que más hago. Trabajo porque es lo que tengo que hacer, lo que siempre tengo por hacer. A veces me pregunto si estaré enfermo por disfrutar lo que hago, pero que lo hago siempre, a toda hora, en todo lugar. A veces sólo dan ganas de detenerse, parar la orquesta estridente de los días y echarse a llorar. 

Y en el marasmo de la contradicción tecnológica, una llamada de larga distancia aliviana la ansiedad que se me instala en el pecho, y aún es tan temprano... Hablar con ella me alegra, me reconforta. Miles de kilómetros de distancia, pero tan cerca. Es un asterisco. Qué digo asterisco, es un par de corchetes en la historia de mis días, con su propia partitura. Y la extraño. Y la extraño más en estos días. Porque sí.  

Y cuando termino de hablar con ella me entran ganas de salir de la casa al menos por un rato. Necesito salir. La ansiedad me está jodiendo. Haber dejado de fumar me está jodiendo.

En estos días las ausencias se me han acumulado de manera lapidaria. Cada una es muy suya, pero es ausencia al fin. Como ésta que se me clavó hace tres meses, la más nuevecita, pero igualmente hija de puta. 

Y cuando las ausencias se te arremolinan entre el estómago y el pecho lo cierto es que no hay cuerpo que aguante. 

Salgo de mi casa tranquilo a pesar del drama que describo. Aprovecho la ventaja de vivir a una nadería de distancia de cualquier bar. Me meto en uno que no conozco, bien aburguesado, que vende cocteles. Me gustan los lugares aburguesados como este. Me repulsa la gente que va, generalmente. Pero los lugares tiene un gusto que no es de discutir. 

Me tomo un Mai Tai. Me suena gracioso y me ronca tomármelo. Me sabe bien. Es dulce, un poco más que justamente dulce. Pero me gusta. Me he sentado en la barra. Sentarse en la barra, por más pequeña que sea te da un carácter sutil, pero directo. Sos el hombre solitario de la barra. Y a pesar de lo que en el pasado pensase, ya no arrastro una melancolía perdedora cuando me siento en el lugar más sagrado de todo bar. 

Salgo. Ya me quiero ir. La he pasado bien pensando. He pensado muchas cosas. He visto resúmenes de tenis en la pantalla. He pensado en el viaje que vendrá en unos meses. He pensado en los besos que pude haber dado esta noche. He pensado en la que ya no quiso más mis besos ninguna noche. 

He pensado en los besos que me hubiera gustado dar esta noche, a cientos de kilómetros de aquí. Y por un momento viajo al pasado, a un lugar cuyo nombre es una fecha, y a un beso dulce y largo. 

Pero no me engaño, no hay nada de melancolía en todo esto. 

Finalmente cuando voy bajando la cuesta camino a casa se me antoja una cerveza final, y entro a otro bar. Me siento en el espacio libre que queda en la barra, claro está. Me pido una Beck´s. Me gusta la Beck´s. Me vale una mierda que piensen que soy un dandi por tomarme una Beck´s. 

Y entonces, al rato de estar sentado, pasa. 

Le presto atención a la chica de la caja. Me atrae. Pero pasa algo que no preví: su mirada se cruza con la mía y nos quedamos mirando por un rato más largo de lo que dura un simple cruce de miradas. Cómo lo sé, no lo sé. Pero lo sé. Entro en estado de alerta al tiempo que por fin desvío la mirada. Pienso en lo que acaba de ocurrir. Sus ojos son preciosos, me convenzo. La cerveza está a la mitad.

La miro pasar a un interior sólo para empleados. La miro tomar su teléfono dándome la espalda. Se toca la cara. Algo no anda bien esta noche para ella, es sencillo entenderlo. Al salir no puedo evitar buscar su mirada. Ella se encuentra de golpe con mis ojos. Y me sonríe. 

Mierda. No tendo idea de lo que está pasando. 

Entro en una especie de pánico infantil. Me he convencido de que ella me fascina. De que en esta noche de ausencias acumuladas ella me parece absoluta e indiscutiblemente preciosa. Lleva el cabello trenzado. Es corto. Sus ojos no tengo una puta idea de qué color son, mi vista no me da. Pero me parece preciosa. 

Al frente de donde estoy sentado hay un estúpido plato con una leyenda: "La guillotine". 

Yo que estaba tan tranquilo, disfrutando de mi soledad esta noche me descubro ansioso. Verdaderamente ansioso. Mi pierna derecha se mueve precipitadamente sin descanso. Estoy arrancando en pedacitos las etiqueta de la botella. Descubro al otro lado de la barra un tipo que quizá conocí. Y que me parece un perfecto idiota. En realidad estoy disimulando, estoy quemando tiempo antes del próximo giro de cabeza en su búsqueda. ¿Me estará viendo?. Me siento estúpido. La verdad, insisto, no tengo idea de qué hacer. 

Cuando la busco otra vez con la mirada ella está ocupada. Está cobrando. Es la cajera y éste es su lugar de trabajo. Pero estoy convencido que se da cuenta que la he mirado. Quito la vista. Doy un sorbo a la cerveza. Y mientras mi mirada vuelve al rato una vez más a ella y ésta vez ella nuevamente me mira, y el asunto sigue por un rato más, yo fantaseo con lo que debería de hacer. La he visto un momento con cara de preocupación después de mirar su teléfono. ¿Y si le pregunto si está bien? ¿Y si cuando pago (porque es claro que ya he decidido pagar en la caja y no al barman) le doy mi tarjeta con mi número sin decirle nada, sólo me le quedo viendo?

Me siento estúpido y me río conmigo mismo. No demasiado, no vaya a ser que ella me esté mirando y se piense que soy un loco de mierda. 

La cerveza se acabó. Y yo sólo entré por una. Es hora de irse. Me decido. Voy a la caja. Ella me pide mi nombre, porque la cuenta está a mi nombre. Se lo doy. Estupendo, pienso, ahora sabe cómo me llamo. La miro mirar la computadora. Me parece lindísima. Me encantaría coquetearle toda la noche, estar los dos solos en un lugar íntimo, y pasar al menos una de esas noches que resignifican el sentido de lo que es vivir. Esas cosas que al final del camino son lo único que se viene con vos. 

Me cobra. Me sonríe. Me mira también. Y yo como un imbécil sin decidir si decirle algo. Me da el vuelto, le doy las gracias, me da las gracias. Sonrió. Sonríe. Qué mierda, esto nunca me había pasado. No tengo una puta idea de qué tengo que hacer. A uno no le enseñan a reaccionar ante estas cosas. De verdad ¿qué hago?. De verdad, nunca había estado tan seguro en mi vida de que una chica me está dando "pelota" con la mirada. Qué soberana mierda. Guardo el cambio en la billetera. Antes de darme la vuelta con la cabeza baja la miro casi por encima de las gafas, ella hace exactamente los mismo, aunque no lleva gafas, y nos sonreímos. Y como el estúpido que soy doy media vuelta y salgo del bar. 

Camino con el corazón que me late. Sonriendo estúpidamente. Fantaseando otra vez en lo que debí haber hecho. Al menos, pienso, el final de la noche fue emocionante. Probablemente sólo soy un tipo más que la mira mientras trabaja. Tal vez para mí sea particular, yo sólo soy otro más de lo muchos que habrá esa y otras noches. 

Creo que tendré que volver pronto a este bar. 

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