jueves, 29 de mayo de 2014

Despierta.

Como el estruendo ferroso que deviene de algunos relámpagos. Así punza el sonido de campanillas del despertador los tímpanos a Diego. Sobresaltado por la situación, Diego se incorpora de golpe aturdido y asustado, completamente fuera de sí busca el origen del estrépito y halla el despertador de agujas de metal roído junto a su cama. Padece ahora ese desconcierto propio del que le arrebatan su sueño. Le tiemblan los labios. Su cuerpo aún tambaleante, una cabeza que se mueve para todos lados, hasta que los ojos se clavan en el aparato. Diego se detiene un momento, si entender aún, con un sabor seco y agrio en la boca. Se abalanza de golpe sobre la bestia como por instinto, aunque también puede ser por la necesidad inmediata de terminar con este ruido que le parte el pecho como cuando se revienta una fruta madura.

El ruido se apaga, y al hacerlo Diego escucha los latidos de su propio corazón saliéndosele por la garganta y las cienes, con dos hilos húmedos que le escurren desde la nariz. Diego siente que los músculos de su cuerpo se destensan con lentitud, especialmente sus hombros. Con la sábana enredada entre sus piernas Diego inicia el proceso de entender qué es todo aquello, y va acomodándose nuevamente en el lecho sin llegar a acostarse del todo mientras abre y cierra la boca para esparcir la escasa humedad que le queda en la lengua. ¿De dónde carajos había salido aquel aparato? En un primer momento piensa que aún duerme, que se debe a un cambio repentino y violento de su sueño de puentes y arbustos colgantes, y que todo se resume en el hecho de que su interior le quiere decir algo que ya comprenderá en los próximos días, cuando tuviese la calma para meditar. Buscar algo para leer, porque dicen que en los sueños, mientras se duerme pues, es imposible leer. Pero en su habitación Diego no guarda nada con lo que pueda comprobar la maravilla del lenguaje, gusta de tener sólo lo estrictamente necesario en su habitación para no cargarla de energía sobrante. Tales cosas cree Diego. Pero Diego no duerme. Aguanta la respiración, se agita, hace soplidos, inhala profundamente, todo ello con la inútil finalidad de hacerse despertar. Diego se convence: lúcido y vivo.

Llega a esta certeza y se aterroriza. Deja caer el despertador que ha llegado a sus manos sin darse cuenta y se arroja a un rincón envolviéndose con la sábana a modo de escudo contra la presencia del artefacto que cae pesadamente. Le tiemblan los labios de nuevo. La frente y la nuca empiezan a humedecérsele con sudor frío, y se le retuerce el estómago en huecos. ¿Cómo? Es la primera pregunta que se le viene a la cabeza y se le escapa en un susurro por un rato repetido. Porque ciertamente Diego no tenía y tuvo nunca un reloj despertador. El improbable reloj ha aparecido allí y este desconocimiento, esta ausencia de todo fundamento racional de lo que está ocurriendo, es lo que llena de pánico a Diego. A él, un prototipo de lo común al que jamás le ha ocurrido nada extraordinario o digno de recuerdo especial en toda su vida. Alguien tuvo que ponerlo allí. La generación espontánea no es propia de los aparatos que simbolizan el tiempo. Y entonces es cuando Diego se hace la segunda pregunta: ¿quién? Diego pasa de la quietud temerosa a la impaciencia oscilante en lo que duran estas conjeturas. Empieza por querer avanzar hacia el reloj, estira el cuello para verlo bien, para cerciorarse que realmente está allí, que no se trata de un engaño. Y en efecto, la jaqueca que le ha producido el estrépito de hace un momento no es ningún engaño. Aparta la sábana a un lado, se pone de rodillas, busca y no busca con la mirada, traga sequedad, alza las manos, estira los brazos desde los hombros, los recoge, se pone de pie a tientas apoyándose en la pared, la respiración se le ha convertido en agitación, avanza y retrocede hacia el reloj y la agitación se le ha convertido en furia, en rabia nunca contenida. Quién, quién putas, son las palabras que se le escapan, primero en susurros, luego en blasfemias a viva voz. Diego da vueltas sobre sí mismo, se arrojaba al suelo a mirar el reloj de cerca sin atreverse a tocarlo y en una de esas inspecciones cercanas el tic tac atrapa toda su atención. Deja por fin el arrebato y piensa, saca cuentas del suceso. Diego se convence. Diego está convencido. Todo aquello no puede ser obra de un solo individuo, un algo con la capacidad de colocar ese reloj junto a su cama lo hubiese percibido durante la madrugada, porque es evidente que aquello ocurrió durante la madrugada, anoche Diego estaba seguro de que ese reloj no estaba allí, es tan siquiera absurdo tratar de persuadirse de lo contrario. Un solo algo habría hecho demasiado ruido, cosa irónica ciertamente. Habría sido fácilmente detectado y, por consiguiente, hubiera sido brutalmente repelido por la humana condición de Diego, por haber cometido ese atrevimiento inconcebible, inaceptable, de irrumpir en su intimidad. Y siente miedo al entender hacia donde conducen las deducciones.

Se quita las medias y mete sus manos y brazos en ellas. Apoya su peso en las rodillas y los codos, y toma con lentitud el reloj. Analiza las agujas detenidas por completo a pesar de que el interior del reloj continúa en funcionamiento. El reloj no tiene tapa, de quererlo Diego podría acomodar la hora a su antojo y mantener esa hora para siempre. Las campanillas son grandes y el martillo tiene un brillo particular. Diego mira ese brillo que desde cierto ángulo parece tener más intensidad que toda la luz que hay en su habitación. Los ojos muy quietos. El sonido del tic tac se hace más intenso con cada segundo que pasa y Diego está totalmente absorto en los reflejos. Y el brillo del martillo rebota en los ojos de Diego y los ojos muy abiertos. Ahora cree entender.

Deja caer el reloj, se aparta de él dando un salto brusco hacia atrás, recoge los pies para alejarse lo más posible, en el rostro forma una mueca desesperada. Ellos han hecho esto, se dice Diego intentando sostener los labios. El tic tac aumenta. Diego sabe que debe apresurarse. Se arranca las medias de las manos, con ayuda de los dientes. Salta, se incorpora, revienta las medias contra la pared, mueve su cabeza por todos lados, esto lo han hecho ellos, dice bufando. Y los busca. Los busca por el techo, por el suelo, va pasando la cara por el rodapié, brinca de un lado a otro. Su enojo es serio. Lo han hecho, ellos, esto, se hiere Diego al decírselo para sí mismo. Y sigue buscando, busca por las grietas de la pared, debajo del colchón, por las jambas, sobre el llavín. Pero Diego no contempla ni un instante la posibilidad de abrir la puerta e intentar huir, correr y alejarse de ese tic tac que se convierte cada vez más en un ensordecimiento. Diego suda, le resbalan las gotas por la punta de la nariz, siente como le caen en el pie, en la rodilla. Las cienes le arden, se le inflaman nuevamente. Aún en su desesperación Diego no comprende cómo se han acomodado de tal manera para que esté sucediendo todo esto, esta inverosímil pero contundente cuenta atrás. Su tiempo se acaba. No, Diego no lo comprende, pero ya no es momento de entenderlo, y es que esto pasa más a menudo de lo que los pensadores quisieran, el dejar que las cosas lleguen hasta un punto sin retorno y terminar en algunos casos, que no es ya el de Diego como se ve, terminar lamentándose en un lloriqueo el porqué de esto o de aquello, y no haber hecho algo diferente cuando era posible. Y aunque a Diego se le escapa una lagrimita por un canto del ojo definitivamente no está llorando. Fatigado por la búsqueda, desordena las pocas cosas de su habitación, un intento en vano de hacer las cosas diferentes, da vuelta al colchón, quita la funda de la almohada, eructa en un arrebato que no sabe explicarse pero que le nace del alma. Pero el tic tac suena ahora con máxima fuerza, y Diego vuelve a sentir miedo, se percata otra vez del aparato al que había dejado de ponerle atención por la premura que el mismo aparato ha generado. Diego chilla, gesticula palabras nunca dichas, los ojos se le ponen rojos de cólera y de decepción, todo ocurre tan rápido, tan terriblemente rápido, el tic tac, la habitación, los puños cerrados, el suelo, el aire, el calor, la puerta, el sudor, la cabeza; y yo podría haber, empieza a decir Diego en el instante en que el tic tac detiene de súbito su sonar.

Los ojos se le abren como dos bolas gigantes. Lo que iba a decir se quedó así cortado en medio del aire revuelto. La boca abierta e inmóvil como el cuerpo. Sólo el labio parece temblar. La respiración se le pega en la garganta como una mala espina. Los puños los tiene cerrados, pero de a poco empieza a abrirlos. Diego no se ocupa más de ver el reloj cuando va cayendo al suelo. Primero cae de rodillas, mierda, es lo único que Diego arrodillado alcanza a decir. Su cuerpo cae inevitablemente al suelo con un sonido muerto. Y así, en la que era hasta hace un instante la habitación de Diego ahora predomina un silencio plácido. El reloj despertador despojado ya de toda utilidad no suena más junto al cuerpo que está boca abajo.

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